domingo, 6 de junio de 2010

Descubrir y Descubrirnos... Serendipity

Descubrir y Descubrirnos…
La vida es toda una aventura. Nunca sabemos a ciencia cierta en qué puerto vamos a atracar
Por Doris Lund
Aunque la palabra serendipity suena a alguna hierba rara o a flor de color rosa pálido, de hecho es “el don de descubrir por casualidad cosas valiosas o agradables”. Colón debe de haber informado a la Reina Isabel: “Bueno… no encontramos exactamente la India, ¡pero dimos con un pedazo de tierra muy interesante…!” En verdad, nunca se dio el genovés cuenta cabal de que había descubierto todo un nuevo continente; pero lo importante era (y es) no volver con las manos vacías. La vida es una aventura. Muchas veces no llegamos a donde íbamos ni encontramos lo que esperábamos; sin embargo, como Colón, podemos mantenernos abiertos a lo nuevo y a lo inesperado. Y así estar siempre, listos/as para descubrir algo. En verdad, podemos convertir nuestra vida entera en un viaje de descubrimiento.
Un hombre de negocios que conozco bautizó con el nombre de Serendipity a su velero. Y lo bautizó bien. “Yo soy un director en el trabajo”, me dijo, “pero no tiene sentido que me apegue al viento cuando navego. Me gusta deslizarme con el viento y a menudo cambio de curso al antojo. Si no llego a donde iba, bueno… me encanta atracar en puertos desconocidos”.
Imaginamos a los científicos como a tipos ordenados. Sin embargo, muchos de los mejores inventos del mundo no existirían aún si la gente de ciencia no hubiera tropezado, fracasado, chapuceado una vez y otra vez, y luego, observado lo que habían hecho. La famosa salpicadura de ácido en los pantalones de Alexander Graham Bell casi marca el momento exacto en que nació el teléfono. El derrame de goma y sulfuro sobre una estufa caliente llevó a Charles Goodyear por la vía de la serendipity a comprender cómo vulcanizar el caucho. En palabras de Winston Churchill, “muchos tropiezan con algún descubrimiento, pero la mayoría se levanta y prosigue su marcha”.
La serendipity puede ser un milagro para el científico, si; pero ¿cómo descubro yo algo que me ayude a pasar un lunes gris en casa? ¿cómo incrementar mi propia serendipity? He aquí algunas reglas útiles:
Cultivar la agudeza: “Supón que te enamoras de una muchacha que tiene un Volkswagen azul”, sentenció mi hijo Mark recientemente, “de pronto comienzas a ver volkswagens azules por todos lados. Y no es que en realidad existan más, sino que uno está más consciente”.
Rico Lebrun solía caminar día tras día de su casa a la oficina buscando en cada paseo algo novedoso. Ardua empresa, ciertamente; pero Lebrun, como todo buen pintor, no ignoraba que el hombre debe dejarse invadir, perturbar, sacudir por lo nuevo y lo sorprendente si es que aspira a avanzar, a crecer.
Reacondicione sus redes: Puesto que la serendipity es muy a menudo un efecto colateral de la desilusión o la adversidad, me encontré reflexionando sobre la necesidad de mantener nuestras “redes” – redes de lealtad, de amor, de convicción, de fe, de amistad – en buenas condiciones para que podamos librar los golpes de la mala fortuna.
No se puede esperar que una sola persona satisfaga hasta el último requerimiento de otra. Necesitamos también de muchas empresas que nos lleven a través de las noches oscuras o los días grises de soledad. Necesitamos ser esclavos de muchos pasatiempos, deportes, aficiones, o cualquier otra cosa para así poder recurrir a otra red si alguna nos fallara.
“Cuando mi esposo murió”, me comentó una amiga, “el baile me ayudó a salir adelante. Yo siempre quise ser bailarina, y descubrí que era algo que todavía me encantaba”. La red que la salvó había sido tejida años antes. Estaba allí para recibirla cuando un golpe repentino la tiró de la cuerda.
Amplíe su capacidad receptiva: “únicamente lo que ya conocemos en parte nos inspira el deseo de conocer más”, escribió Williams James, quién llamó a esto “apercepción” y definió como conjunto de ideas ya presentes en la mente, a través de las cuáles se percibe y organiza una nueva experiencia. Es como ir a un aljibe a sacar agua con baldes de diverso tamaño.
Algunas veces, cuando apenas podemos seguir adelante, cuando nos sentimos atrapados o estancados, de pronto se nos muestra un nuevo camino. No es algo que estuviéramos buscando, pues aunque buscábamos algo, no sabíamos qué era. Esto no ocurre al satisfecho o falto de curiosidad, sino al aventurero. Esos cientos de correrías locas, esos cientos de intereses anodinos a primera vista, son la apercepción donde prospera la serendipity.
Seguir la corriente: “Hay en los asuntos de los hombres una marca que…. Conduce a la fortuna”, escribió Shakespeare. Todo esto encierra una actitud de confianza en las fuerzas de la vida biológica y de la circunstancia social que, después de todo, nos trasciende.
A sus 65 años, mi padre visitó a un antiguo profesor suyo, nonagenario ya.
-- ¿Qué siente al tener 92 años? – le preguntó.
-- Don, la vida es una marea que sube. ¡Síguela!
Por supuesto, uno nunca sabrá a ciencia cierta a dónde lo llevará la ola del tiempo, pero con serendipity uno puede tocar la tierra en cualquier costa fascinante. Tal vez ningún hallazgo gane en grandiosidad al asentamiento del alma una vez que ha encontrado su hogar entre nuevas ideas.
¿Existe algún elemento místico en la magia de la serendipity? No lo sé; pero ha habido ocasiones en mi caminar en las cuales la intervención de la serendipity ha parecido, si no divina, por lo menos un regalo del cielo.
Mi última y más preciosa experiencia ocurrió en diciembre pasado. Celebrábamos la Navidad, en alegría y tristeza como de costumbre. El gozo de ver a tres de mis hijos reunidos en casa se mezclaba con la ausencia del cuarto. Eric había fallecido hacía siete años, en la flor de su vida. Lo extraño todos los días, pero aún más durante las fiestas. En esa ocasión, sin embargo, pese a sentirme completamente decaída, no quise omitir la ceremonia, ni los regalos, ni los adornos o aguinaldos.
Entonces me hizo falta una cajita para poner una bisutería. Era demasiado tarde para volver a la tienda, así que me puse a buscar. Revolví el desván, el sótano, los cajones… y justo en mi propia cómoda encontré una caja de buen tamaño. Sólo contenía un pedazo de algodón. Levanté el algodón y di con una nota de Eric, que nunca antes había visto. El la había metido debajo del brazalete que me regaló en su última Navidad. ¡Qué hermoso fue hallarla en ese momento en que yo tanto lo necesitaba! Su letra, vivaz, inconfundible, me decía:
“Querida mamá, te agradezco cuánto has hecho por mí. ¡Feliz Navidad! Eric”.